domingo, octubre 04, 2009

Tempus fugit



Una cosa que siempre he detestado es el sonar del reloj. No soporto ese tac, tac, tac, continuo, monótono y rítmico. Son latigazos a nuestra vida que, irremediablemente, le arrancan un segundo de tiempo por cada movimiento de la más delgada de las agujas.

Si en la habitación donde duermo hay un reloj clásico tengo que quitarle las pilas para poder conciliar el sueño. Es algo con lo que no puedo. Me pasa muy parecido con el goteo de un grifo, los ronquidos de los vecinos, el crujir del somier de una cama o el flop-flop de los cuerpos al chocar cuando se ejerce el amor. Estos dos últimos casos me turban y distraen, aunque yo sea uno de los culpables en producir esos sonidos.

Quizá asocie todas estas secuencias sonaras, y otras similares, al indiscreto caminar del reloj, por su equidistancia sonora, o puede que simplemente sean manías mías. Si a alguien le sorprende lo que cuento o, como mínimo, le suena raro, ya somos dos. Lo escribo y describo y advierto que ciertamente algo extraño es. En ocasiones, contar las cosas a los demás nos hace descubrirlas a nosotros mismos o verlas desde otro punto de vista. Doy fe.

Volviendo al tema de la irretenible cuarta dimensión. Noto el paso del tiempo, advierto su huella en el mundo y en mi cuerpo, según van pasando los años. Soy consciente que su avance limita mis posibilidades de acción y mis libertades, aunque seguro que también abre nuevas oportunidades de otro tipo.

No soy persona que lamente lo que he hecho o dejado de hacer. Bueno, aquí he de indicar una excepción que me afectó un poco. Siempre quise ir a ver el espectáculo de Pepe Rubianes en el teatro, pero ya fuese por estar liado, por no tener con quien ir o por vivir al lado de Barcelona, con lo que parece que es algo que puedes hacer cualquier día, al final nunca pude realizarlo. Él falleció y yo me quedé con ese deseo incumplido.

Este hecho me hizo darme cuenta que hay cosas que se pierden para siempre. Oportunidades que caducan. Nunca antes me había importado no realizar algunos actos, como por ejemplo ver el vuelo del cometa Halley rozando nuestro planeta o perderme otras actividades únicas. Algunas no tienen más importancia que el hecho mismo de ser precisamente únicas, pero eso no las hace relevantes. Aunque como casi todo, esto depende mucho del punto de vista de cada uno.

Hace unos años se me choque con la disyuntiva de querer o no tener hijos. A mi siempre me había hecho ilusión lo de tener descendencia. Ese vanidoso intento de desafiar al tiempo y la muerte escupiendo parte de tus genes (y puede que de ti mismo ser) una generación más allá. También me hacía ilusión el concepto de familia y educar unos niños. Sé que estoy dando una visión muy fría y egoísta de lo que supone tener y criar los hijos, pero ¿qué se puede esperar de ateo con tendencias estoicas? Supongo que si me viese en esa situación, siendo padre, me encontraría desbordado por los sentimientos y sería todo corazón, el típico padrazo babeante que se toma muy en serio su rol.

Esa toma decisión, como no podía ser de otra forma, se produjo por una mujer. Un ser especial de la que yo andaba muy encandilado, por aquel entonces, y ella de mi. Ella no deseaba tener chiquillos. Mi futuro con ella pasaba por renunciar a procrear. Lo medité y aposté por ella. Con el tiempo la relación se truncó. Puedes querer mucho a una persona, más que a ninguna otra cosa, ser correspondido, y que la convivencia entre ambos no sea posible. En ocasiones, no sólo el amor basta.

Ahora, el tiempo ha pasado. El próximo año me traerá un cambio de decena en la edad: los temibles cuarenta. No es que me importe en exceso cuantos años acumulo. La edad es más un sentimiento mental y físico que el número que la representa. Ahora, decía, y en el caso de que tuviese pareja, veo muy complicado lo de tener bebitos. No sé si podría soportar el desgaste corporal y psicológico que supone. A sus veinte, en el mejor de los casos, yo tendría los sesenta, muy viejo, mucha diferencia de edad.

De todas maneras, por mucho diga y relate, todo este planteamiento puede cambiar por la “moza” adecuada. La carne es débil y el corazón gelatina. Es lo que tiene el amor y la relativa posibilidad de poder practicar sexo con regularidad.

En ningún caso, me arrepiento de aquella decisión. Sí hay otras resoluciones o acciones que he realizado de las cuales no estoy tan orgulloso.

Vivir implica errar, y errar nos puede servir para aprender.

Somos quienes somos y nos construimos día a día sobre nuestras acciones. Somos fruto de un entorno y nuestro propio hacer continuo.

El “si hubiera hecho …” nunca tuvo la más mínima probabilidad. Todo cuanto hemos hecho u obrado, y en qué forma, es porque siendo quienes éramos sólo esa opción era la posible. Otra acción, otra decisión, no hubiese sido la nuestra, la correspondiente a nuestro ser de aquel momento. No me lamento de mis errores, tampoco los quiero justificar con este argumento, pero advertirlos y tener conciencia de ellos puede ayudarme en el futuro.

Ufff, me volvió a dominar la vena filosófica. La aparco aquí. Quieta “pará”.

Divagaba sobre el tiempo en general y me apetece contar algo que lo roza tenuamente.

Hace casi dos meses tomé una decisión. Me decante por algo totalmente incongruente y sin sentido: dejarme el pelo largo. Esta aparente trivialidad tiene su importancia para mí. Tiene un porqué y unas complicaciones para llevar tal tarea a cabo con éxito.

Antes y después de hacer el servicio militar yo llevaba el pelo largo, tampoco demasiado, lo justo para poder hacerme una coletita. Por aquel entonces venía a nuestra casa un barbero retirado a cortarnos el pelo y ganarse unos duros por la labor. Yo no quería nunca cortármelo, pero mi madre siempre insistía en “venga, sólo un poco, sólo las puntas”. Y al final, yo claudicaba. Mi pelo nunca fue demasiado largo. Mucho me temo que el “sólo las puntas” era algo más que eso.

Ahora, no sé si por nostalgia, por un conato de rebeldía o porque simplemente me apetece, quiero volver a dejar mi pelo crecer. Normalmente cada dos meses me lo corto al 2 o al 3. De momento, van tres meses y medio y los pelos que caen en mi lavabo cuando me peino, debido al tándem alopecia-fuerza de la gravedad, ya sobrepasan los 5 centímetros.

Los motivos por los cuales puede ser un absoluto fracaso son muchos:
- Ya no tengo el pelo de antes, en cantidad. Mi coronilla es un lindo descampado que mira al sol, con lo cual la parte estética puede ser muy sufrida.
- Nunca me ha crecido el pelo muy deprisa.
- Antes lo tenía muy graso, ahora, supongo que eso no habrá cambiado.
- Su forma de crecimiento teóricamente es liso, pero luego tiende a ondularse caprichosamente, cosa que lo vuelve muy indomable. Prueba de ello es que cuando me levanto por las mañanas parezco Krusty, el payaso.
- El pelo largo requiere más cuidado, tiempo y dedicación (como las chicas de Loquillo). Nada más pensarlo ya me da pereza.
- No tengo ni idea como cuidar un pelo largo para que quede bien y no parezca un montón de matojos.
- Creo que el pelo largo me queda fatal.

Lo único agradable al respecto es que me hace ilusión y me gusta tacto de mi pelo. Vale, esto último parece frase de Barbie, pero es cierto.

Bueno, ya me cansé de juntar cosas poco conexas bajo un mismo título de entrada.

Hasta la próxima entrada. Mientras tanto, que el tiempo sigue huyendo…


============


Hello people.

Hi girls!

Today, I am better than yesterday. Yes. Now I have a long and sweet hair.
Tender, you can to stroke it. Its tact is like silk.

My heart beat once time by second. Do you want to listen the passage of time with your head over my chest? Later, I can do that you feel the time inside you.

Girl, don’t waste your time. Don’t lose it. Come on with me and enjoy it.

A large way of kisses for your skin.